Durante mi infancia, los domingos por la mañana sabían ser otros. Todos ibamos a ver a nuestros viejos a jugar en el equipo de veteranos del barrio. A veces nos sorprendían, a veces nos preocupaban y a veces nos burlabamos.
Al nueve le decían "el cani" por su melena, parecida a la del "hijo del viento". Todos los campeonatos jugaba para un equipo diferente. No tomaba, ni fumaba. Iba junto a su señora y sus dos hijitas que se aislaban a un costado de la cancha y gritaban por el delantero. Era una pieza clave dentro del equipo.
Ganara o perdiera el club, nunca se quedaba a compartir con los demás. Bien finalizaba el partido, se retiraba con un simple "hasta luego".
Sin embargo, un mediodía cambió de opinión. Fueron diez minutos en los que habló un poco de su historia. Dijo unas palabras que me pegaron mucho durante toda mi niñez: "mi vida nunca será la misma. Por las noches tengo pesadillas, el recuerdo me lleva a Malvinas". Todo el equipo le recomendaba ayuda profesional, a lo que respondía: "tendría que ir al psicólogo pero no me alcanza la plata".
"Estoy loco, muchas veces siento que nos están tirando", comentaba con los ojos ojos brillosos mientras masticaba chicle. Por aquel entonces, la mayoría tenía más de 35 años y habían cumplido con el servicio militar obligatorio. Todos lo tildaron de "héroe". Pero su sed no se conformaba con eso, los ojos seguían tristes y perdidos. Ninguno encontró la palabra precisa para traerlo nuevamente a este mundo.
Hoy, lo vi conversar con el dueño de un taller mecánico que está a una cuadra y media de casa. Maneja una vieja Yamaha 125 color blanca. La guerra no le dejó ninguna marca física, pero la razón del silencio y el perfil bajo son heridas que nunca se terminaron de cicatrizar.