Resulta que de chiquita siempre esperé a mi príncipe azul. Y digo “a mi” porque pensaba que toda mujer tendría rondando, cerca o lejos, al hombre que soñó para compartir su vida.
Lo imaginaba con conciertas características particulares:
Buen mozo, atento, divertido, romántico, fiel, comprensivo, trabajador y buen amante.
Con los años fui variando las pretensiones porque, claro, entre buscar y buscar empecé a darme cuenta que era más fácil soplar la armónica y cantar al mismo tiempo, que encontrar un hombre así de completito. Fue para entonces que entendí por qué nunca hallaría mí anhelado príncipe: resultó ser ley que ciertas virtudes, dentro de las capacidades masculinas, se repelen, y por tanto son incompatibles entre sí.
A lo largo de mi vida conocí muchos hombres:
Buenos mozos, divertidos y amantes inolvidables, pero que buscaban trascender en las memorias de cuanta mujer se cruzase (con especiales tendencias hacia mis hermanas, amigas, vecinas): una sarta de infieles por vocación que, con suerte, te golpeaban poquito. Sin contar esa capacidad sobredesarrollada de conseguir todo de arriba y esquivarle al laburo con el mayor de los entusiasmos.
Conocí también hombres atentos, románticos y trabajadores, pero más aburridos que escucharse una pelea de tortugas por radio. Aquellos rotulados de “buenitos”, pero que pasada la media hora de charla, te dan ganas de dejar de fumar y empezar una vida nueva (lejos, bien lejos…).
Otros muy románticos y fieles, que después de tres meses maravillosos terminaban siendo celosos compulsivos repugnantemente inseguros. Los típicos que quieren saber si tienen la virilidad más desarrollada que algún ex, esperando la casi mecánica respuesta: “si mi amor, tu poronga es la más grande”.
Me tocó alguno que por fin era buen mozo, atento, divertido, fiel, comprensivo y trabajador, pero en las noches de encuentro sexual, tenía que esperar que se vaya de la casa para tener alguna satisfacción. Claro que era divertido variar en la creatividad artística a la hora de fingir el orgasmo. Pero al fin de cuentas, es más recomendable pagarse unas clases de teatro.
No me faltaron los simpáticos, divertidísimos. Los “macanudos” pero, además, bien parecidos (a Corky…).
En fin, ya no espero más que llegue mi príncipe azul. Ahora estoy casada con este cierto viejo verde. No creo que sea una cuestión de colores. Sin embargo, aprendí que más bien hay que optar por elegir la compañía efímera que reclame cierto momento, lugar, y el propio estado de ánimo, como quién elige una película para ver en el cine, y vuelve después a la casa a disfrutar cariñosamente de su mediocre, pero cotidiano televisor. Después de todo es bien sabido que un hombre sin cuernos, es un animal indefenso.